Siempre
me aburrió la política con sus mentiras maniqueas y rostros
atroces. ¿Quien en su sano juicio
no detesta a los políticos por su labia fácil y absurda
falsedad? Siempre llenándose la boca de
democracia y jugando al monopoly electoral, siempre en
los telediarios con sus triunfos y miserias, siempre dando el coñazo
o metiendo la pata. A juzgar por el grado de abstencionismo que reciben
por parte de la ciudadanía, una larga tercera parte de la cual
ni vota
ni opina, no soy el único que preferiría vivir sin saber
de ellos nunca jamás. ¿A quien representan entonces? A sus
correligionarios y a esos ciudadanos, bienintencionados o aborregados,
que les votan
creyendo que ese acto condicionado -se elige
básicamente entre malo o peor- servirá de algo, cambiará
las cosas a mejor, cuando no existen ya ideologías que entusiasmen,
como no existen ya naciones, sólo el oneroso y omnipotente Poder
Económico, grandes corporaciones manejando el destino del planeta
a través de, sí, nuestros políticos. Pero,
claro, nos dicen: sin su ingrato -pero bien remunerado- trabajo las cosas
no funcionarían, el
estado se vendría abajo, nos invadiría el caos, etc.
La
entropía final, ¡cojonudo!
Ingenua o disparatada, mi opinión se ha visto reforzada por las
últimas generales. Las primeras
elecciones invisibles, precedidas por campañas anodinas y su no
menos grisáceo seguimiento mediático. Quizá se deba
al vídeo doméstico y la televisión de
pago, que liberan de la adicción idiota a la caja tonta, o a que
los jóvenes de hoy -abocados por el
sistema a la condición de potenciales consumistas,
votantes reticentes y poco más- ya no tragan con ruedas de molino.
En esta ocasión, celebro haber podido aislarme casi totalmente
de su desarrollo y gran escena final con todos autofelicitándose
por sus
triunfos relativos. Esa invisibilidad podría asimismo deberse a
que estaban cantadas de antemano -quizás por ello nuestro avispado
presidente ignoró cualquier
convocatoria de debate público-, o a que han sido las elecciones
con mayor carencia de líderes carismáticos desde la transición.
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Superheroes de la política española, Batman Aznar y Buzz
Almunia, protagonistas de unas elecciones que no han diferido mucho de
su versión Guiñol.
Con el imposible Almunia como sustituto de González, con ¿Frutos?
suplente de Anguita y Aznar de vanidoso muñeco de si mismo, poco
espectáculo podía dar la clase política española.
Unos
intentando borrar los desmanes de la etapa socialista con tímidas,
dudosas convicciones de progreso e
igualdad; los otros prometiendo un futuro popular en que España
irá a más -especialmente para aquellos con acciones
de Telefónica- y todos jugaremos a squash.
Y,
mientras, Euskadi vuelve a estar en llamas, la educación pública
baja a niveles vergonzantes, los nacionalistas catalanes y vascos siguen
erre que erre con sus reclamaciones, el medio ambiente se degrada día
a día, la monarquía y la constitución son verdades
incuestionadas, persiste el desempleo y el curro temporal, la marihuana
y el hashis siguen penados, la vivienda está por las nubes, y todos
creemos un poco
menos en la antaño prometedora idea de Europa. ¿De qué
sirven entonces los políticos? ¿Para preservar ese estado
de permanente involución camuflado de bobo positivismo? ¿Para
representar a una ciudadanía a la
que previamente se ha alienado? ¿O para medrar descaradamente a
costa de quienes no lo somos,
políticos, ni lo seremos nunca? Un cero patatero
para todos ellos. Sin excepción.
RUTA 66 # 160
Texto::
IGNACIO JULIA
Copyright 2000, RUTA-66 )
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